Estas obsesionado. Te miras al espejo y recordas su cara, sus gestos, su mirada, su boca, su expresión al sacarte fotos. Te miras y recordas sus pasos, siempre adelantados porque a vos te gusta caminar lento. Recordas cuando reía sin razón, su risa te contagiaba y comenzaban a reír sin poder contenerse, hasta que uno decidía terminar el juego. Decía que tu risa era la más hermosa que podía existir en el mundo. Recordas su cara admirándote por tu simpleza. Cuando eran las 5 de la mañana y miraban películas, con el mate de mano en mano, mientras que tus amigas se la pasaban de boliche en boliche. Te abrazas a las sábanas en las que se acostaban. Recordas la vista de su terraza, mientras fumaban, fumaban, y fumaban. El rock and roll nunca faltaba, en realidad era una gran variedad que pasaba por Joaquín Sabina y otros más, y que podían llenar el gran vaso hasta colapsar con Las Pastillas del Abuelo, y por qué no un poco de reggae en el medio. Te miras al espejo, y reís, reís sin parar. Quizás porque le haces un gran honor por lo bien que te hizo sentir durante tanto tiempo, y es por eso que empezás a extrañarlo cada vez más. Y es ahí cuando no existe otro objeto que tu cámara. La gran cámara que te regaló para tu cumpleaños número veinte. Sabiendo que ahora tenés veinte años y un día. Te miras al espejo y reís; te das cuenta de lo perdido que estás y de que el llanto corre por sí solo. El amor te quita lo bailado. Ya pasó el minuto de locura. Ahora te encontrás sola, sentada en tu sillón, con la mente en blanco; necesitas descargarte,